Durante mucho tiempo se pensó que el ejercicio físico y el estudio pertenecían a mundos separados. El gimnasio por un lado, la biblioteca por otro. Sin embargo, la ciencia actual demuestra todo lo contrario: cuerpo y mente trabajan juntos, y lo que ocurre en uno afecta directamente al rendimiento del otro.
En esta noticia educativa exploramos cómo la actividad física mejora la concentración, la memoria, el bienestar emocional y, en consecuencia, el rendimiento académico. Un viaje por la biología, la psicología y la educación que nos recuerda algo fundamental: moverse también es aprender.
Cuando realizamos actividad física, incluso moderada, el cuerpo pone en marcha una serie de mecanismos que tienen un impacto directo en el cerebro. No es solo cuestión de músculos o resistencia. En realidad, el ejercicio actúa como un “fertilizante cerebral”.
Durante el ejercicio se incrementa el flujo sanguíneo hacia el cerebro. Esto significa que recibe más oxígeno y nutrientes, esenciales para mantener sus funciones en óptimas condiciones. Un cerebro bien irrigado es un cerebro más despierto, más flexible y más rápido.
La actividad física libera sustancias químicas que influyen en el estado de ánimo y en la capacidad de aprender:
Dopamina: clave en la motivación.
Serotonina: regula el ánimo y reduce la ansiedad.
Noradrenalina: aumenta el estado de alerta y la concentración.
BDNF (Factor Neurotrófico Derivado del Cerebro): estimula la creación de nuevas conexiones neuronales.
Este cóctel químico favorece la memoria, la atención y la creatividad, tres pilares básicos del estudio.
A lo largo de las últimas décadas, numerosas investigaciones han confirmado la relación positiva entre ejercicio físico y resultados escolares.
Estudiantes que caminan, practican deporte o se mueven regularmente muestran una capacidad mayor para retener información nueva y recuperarla más tarde.
Incluso sesiones cortas de 10–15 minutos de ejercicio son suficientes para mejorar la atención durante la siguiente hora de clase.
El ejercicio reduce el estrés y la ansiedad, dos de los enemigos más comunes del rendimiento académico. Cuando un estudiante se siente más tranquilo, aprende mejor.
Los logros en el ámbito físico refuerzan la autoconfianza, que se traslada a otras áreas, incluido el estudio.
El alumnado físicamente activo tiende a sentirse mejor en la escuela y a mantener una rutina más estable. La conclusión científica es clara: moverse no quita tiempo para estudiar, lo multiplica.
La vida moderna —pantallas, móviles, videojuegos, largas horas sentados— ha incrementado los niveles de sedentarismo en niños y adolescentes. Esto tiene efectos evidentes en la salud física… pero también en la cognitiva.
Permanecer demasiado tiempo sentado reduce la actividad cerebral y aumenta la sensación de cansancio.
La pasividad física suele acompañarse de menor iniciativa para realizar otras tareas, incluido el estudio.
Estar inmóvil durante horas hace más difícil mantener la concentración en clase.
Menos movimiento implica peor regulación emocional, mayor estrés y más nerviosismo.
Combatir el sedentarismo no es solo una cuestión de salud corporal, sino una herramienta educativa de primera línea.
Una duda común es si cualquier actividad física mejora el rendimiento académico o si algunas son más efectivas que otras. La respuesta es: todas ayudan, pero cada una tiene beneficios distintos.
Correr, nadar, bailar, montar en bici… Es el tipo de actividad que más claramente mejora la memoria y la creatividad.
Entrenamientos guiados, circuitos, juegos con peso corporal… Contribuyen al autocontrol, a la disciplina y a la confianza personal.
Baloncesto, fútbol, voleibol… Favorecen habilidades sociales, cooperación, comunicación y resolución de conflictos.
Yoga, pilates, taichí… Reducen la ansiedad y mejoran la atención plena, muy útil para estudiar.
La OMS recomienda para adolescentes:
Al menos 60 minutos diarios de actividad física moderada o intensa.
Reducir los periodos prolongados de sedentarismo.
Variar los tipos de actividad a lo largo de la semana.
No es necesario hacer deporte de competición: caminar rápido, jugar, bailar o subir escaleras ya cuentan.
Los centros educativos tienen una oportunidad enorme para mejorar el rendimiento de su alumnado fomentando la actividad física de manera cotidiana. Algunas estrategias incluyen:
Pequeños intervalos de 3–5 minutos de movimiento entre clases mejoran notablemente la atención.
Clases variadas, inclusivas y motivadoras que vayan más allá del deporte tradicional.
Salir a caminar mientras se repasan contenidos o se realizan actividades prácticas.
Clubes, torneos, actividades recreativas y propuestas en los recreos.
Zonas de juego, circuitos, rincones de movimiento o incluso asignaturas que integren actividad física y contenidos académicos.
El objetivo no es convertir a todos los estudiantes en atletas, sino en personas activas que entiendan que el movimiento es un aliado del aprendizaje.
El ejercicio físico tiene efectos psicológicos muy potentes.
Al liberar endorfinas y regular la respiración, el cuerpo entra en un estado de mayor calma y equilibrio.
La sensación de logro tras una actividad física refuerza la motivación y el bienestar.
Un buen descanso es fundamental para consolidar la memoria y rendir en clase.
La actividad física suele ir acompañada de mejor alimentación, más orden en las rutinas y mayor responsabilidad personal.
Todo ello repercute directamente en cómo un estudiante aprende, se organiza y afronta sus retos académicos.
Cuerpo y mente no son dos entidades separadas: forman un sistema integrado. Cuando activamos uno, potenciamos el otro. La ciencia lo confirma, la experiencia lo demuestra y la educación empieza a integrarlo de manera cada vez más consciente.
Promover la actividad física no es “darles un descanso” a los estudiantes, sino invertir en su salud, su bienestar y su capacidad para aprender. Moverse no solo fortalece los músculos: también fortalece la memoria, la creatividad y la motivación.
En definitiva, mejorar el rendimiento académico puede empezar por algo tan sencillo como levantarse, respirar… y moverse.
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